martes, 6 de marzo de 2012

DESAPARECIDO

PREMIO NACIONAL DE CUENTO BEATRIZ ESPEJO 2011
http://www.eluniversal.com.mx/notas/820428.html

A la memoria de Ricardo Williams Alatorre.
"Le llamamos memoria a la facultad de acordarse de aquello que quisiéramos olvidar" - Daniel Gélin


Otra vez estaba amaneciendo, lo pensé con disgusto, lo supe porque la pared ya se estaba poniendo tibia. Me empecé a mover para tratar de desentumirme un poco pero las rodillas me ardieron al restregarse contra el piso, encima,  cuando traté de mover los brazos sentí como nunca un  fuerte calambre recorrerme por toda la espalda. Tenía los dedos paralizados  pero a fuerza de abrir y cerrar las manos fui entrando en calor. ¡Qué ganas tenía de levantarme y estirarme! De sobra sabía que era inútil, ya ni el intento valía la pena. Alguna vez llegué a creer que mis músculos y huesos estaban ya tan atrofiados que nunca volvería a caminar ni a moverme como la gente normal. Tenía las muñecas y los tobillos amarrados desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Inmediatamente me puse de mal humor.

Pensaba en lo tremendamente estúpido que resulta reconocer el valor de las cosas más simples cuando uno ya no las tiene, en los cientos de veces que escuché la frase “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde”, y en el mismo número de veces que me burlé de quien me la decía. Claro, nadie piensa que le puede suceder precisamente a uno mismo. Es más, estoy seguro que no lo piensan ni quienes andan regando esa maldita frase por todos lados.

No estaba pensando en mi libertad porque estaba seguro de que tarde o temprano se darían cuenta del error tan absurdo que habían cometido y me dejarían ir. En lo único que pensaba, lo único que quería era poder ponerme de pie y estirarme.  Ahora suena un poco necio, pero cuando no puedes hacerlo, cuando te lo impiden por tanto tiempo eso se convierte en lo único que te importa y lo que te encabrona realmente es haber perdido hasta las ganas de intentarlo.
Me sentía quebrado, humillado hasta el cansancio. Me había cansado de protestar, de pelear, me sentía exhausto  de estar enojado. Pero no quería deprimirme, creía equivocadamente que cuando se te acaba el coraje y las ganas de pelear y te deprimes y  no hay nada ni nadie que te ayude a salir de la depresión pasas a un estado de dejadez absoluta. Dejas de sentir y ahora sí que estás jodido por todos lados. Dejas de creer que finalmente pasará el tiempo y las cosas mejorarán. Jodido pues.

El problema es que el tiempo ya no estaba pasando, los días eran todos iguales,  un poco menos o más malos unos que otros, pero finalmente todos iguales. Amanecía recargado en mi rincón y anochecía en la misma postura. Al principio, contaba los días en mi cabeza hasta que pasaron muchos, demasiados y perdí la cuenta o decidí dejar de contarlos, por capricho, por enojo, o para no volverme loco, no lo recuerdo ya, el caso es que dejé de contar, ya sólo me entretenía adivinando o calculando  cuándo amanecía y cuándo ya estaba anocheciendo. No estaba seguro si me lo estaba alucinando o no, pero creía poder calcular el paso de las horas conforme la pared se iba calentando hasta que según yo ya era de noche porque se volvía a poner fresca. ¿Para qué se cuentan las horas de la espera? ¿Para qué jugar a reducir las horas alargando la miseria de cada minuto?  Todas las esperas son horribles pero son aún peores cuando ya no te lo parecen. Sería tal vez que ya me estaba acostumbrando a mi humillante estado,  o tal vez era la única forma  de no volverme loco. Lo cierto es que ya no me importaba y por eso me daba  coraje ¿Será cierto que a todo se acostumbra uno? No sé, yo creo que más bien de todo se termina cansando uno, se cansa uno de gritar, de protestar y por supuesto se cansa uno de los golpes. Por eso era mejor quedarse quieto, no hacer tanto desmadre y esperar aunque sea un milagro ¿Esperar un milagro es tener esperanza? No creo, desde que uno dice que sólo un milagro te puede salvar, ya estás jodido, ya no tienes esperanza, porque uno sabe que los milagros por definición nunca ocurren.

De haber sabido lo equivocado que estaba me hubiera quejado menos, o hubiera hablado cuando me lo pidieron. ¿Qué hace uno en esos casos en los que todas las opciones parecen tan equivocadas? Tal vez no hubiera cambiado en nada, pero de haber sabido, al menos hubiera tratado de despertar de otra manera, no sé, menos enojado.

Despacio fui abriendo los ojos porque me dolían por lo hinchados que los tenía, quizá había llorado en la noche, no lo tenía tan claro, como muchas otras cosas que pasaban en las noches y de las cuales apenas y recordaba algunos fragmentos.  Las pinches drogas hacen que recuerdes cosas que no suceden y que no te acuerdes bien de otras tantas cosas que seguramente sí pasan. Al principio no  sabía  ni que eran. “Son calmantes”, me dijeron, pero cuando empecé a alucinar y reírme sin poder controlarlo, supe que a fuerza tenían que ser drogas.  Por eso era mejor estar tranquilo y bien callado, entre más alboroto hacías más te drogaban, eso lo aprendí por la mala, un día me drogaron tanto que me la pasé vomitando toda la tarde.  Sólo por eso sé que no estoy drogado ahora y que el estado en el que me encuentro es otra cosa, se siente parecido, pero no hay vomito,  ya no se siente uno jodido.

Al fin pude abrir los ojos completamente. De todas formas no veía nada, la funda que tenía en la cabeza era demasiado negra y demasiado gruesa. Pero uno hace el esfuerzo como quiera, aunque si te descubren te va mal, pero es algo como de instinto, como cuando era niño y me despertaba con miedo por la noche y no veía casi nada y lo poco que veía me espantaba pero de todas maneras me esforzaba por distinguir lo que fuera entre las sombras.  Las amenazas son terribles cuando no las puedes ver pero son peores cuando no puedes llamar a nadie para que te salve, a nadie que te diga que son puras pesadillas y que te diga que nada pasa y que lo que te asusta no existe y se quede contigo hasta que te duermas otra vez.  Y lo único que quieres es desaparecer y no puedes. Pero lo peor es saber que la amenaza es real y no puedes hacer nada por alejarla  y estás completamente solo a pesar de los demás que amarrados como bultos igual que tú, se mecen y se quejan durante toda la noche como espectros que no ves pero los sientes restregándose por tu espalda y sientes la humedad del miedo mientras hablan entre sollozos preguntándose en dónde están y por qué, hasta que escuchas los pasos siniestros y los golpes y los gritos de desesperación y de dolor, y te estremeces y sudas frío, y te quedas como congelado, perdido en tu propia soledad y entonces añoras la mañana que tampoco verás pero al menos será más tranquila. Y se te pasa un poco el coraje, o quizá es que sientes un poco de esperanza. Al menos has sobrevivido una noche más y recobras un poco la compostura y empiezas a adivinar cómo será tu día, aunque sea igual que el anterior,  no importa.

Pronto iniciaría la rutina de siempre. Puertas que se abren y se cierran sin cuidado, pasos fuertes moviéndose en todas direcciones, conversaciones sigilosas que nunca alcanzaba a entender a pesar de lo mucho que me esforzara, ya no tanto por saber en dónde estaba sino ya de perdido por escuchar alguna conversación que pareciera coherente , si eso fuera posible,

Un poco más tarde llegaría la comida. Me acercaban una cuchara que me parecía  demasiado grande y sin embargo, al primer contacto con mis labios devoraba todo su contenido, una revoltura de harinas y grasas a la que ya había aprendido a perderle el asco. Apenas la llenaban de nuevo volvía a tragar con desesperación una y otra vez hasta me dejaban solo y boquiabierto esperando por más. Era la única comida del día así que tenía que aprovechar. De sobra sabía que si reclamaba recibiría un golpe en la  cabeza pero algunas veces, no muchas, si dejaba la boca abierta me daban más.

Al mediodía todo quedaba de nuevo en silencio. Me acurrucaba contra la pared que para esas horas ya estaba muy caliente. Mientras la transpiración humedecía toda mi ropa me sentía a salvo de los olores putrefactos que se volvían más intensos a esas horas, eran como una mezcla de orina y excremento humano que me tenían constantemente al borde del vómito. Mejor ni acordarme de eso.

Los ruidos regresarían hasta en la tarde cuando ya mi pared estaba fresca otra vez. Volvían los mismos pasos, pero esta vez venían arrastrando las mangueras. Era la hora del baño, de las risotadas, de las burlas. Muchos se quejaban gritando que los dejaran en paz y los golpes no se hacían esperar. Yo no. A pesar de sentir el fuerte chorro de agua sobre mi rostro, no me quejaba. Al menos el agua me refrescaba y los dolores del cuerpo se calmaban y los malditos olores se disipaban un poco.

Este día, sin embargo, todo cambió para siempre. El ruido habitual de las mangueras cambió por uno más parecido a cadenas y fierros que chillaron arrastrándose por el piso. Sentí que me halaron del cuello de la camisa y me llevaron a otro lugar lejos de mis compañeros. Me pegaron en la cabeza y dándome patadas en la espalda un hombre empezó a gritarme mientras me apretaba el cuello con una cadena. Me aturdieron sus gritos en la oreja:

- Escúchame bien, pendejo. Ya nos tienes cansado. No hemos recibido nada todavía y parece que a tu pinche familia no le corre ninguna prisa por verte. ¿Tienes a alguien más a quien llamarle? ¿Alguien a quien le importes? ¿Eh? Estúpido, habla. - ¡Tal vez si les mandamos un regalito tuyo se acuerden de ti! ¿Qué dices animal? -escuché la voz demasiado cerca.

“Alguien a quien le importes”. Me caló en el alma. ¿Pero de qué estaban hablando? Era la primera vez que me hacían esto. ¿A quién le habían llamado? “Alguien a quien le importes”, pensé de inmediato en Isabel pero no dije nada.

No tenía sentido. ¡Pero si se habían equivocado de persona! Si hubieran indagado un poco, habrían descubierto que era huérfano y que no tenía dinero para pagar ningún rescate que valiera la pena. Sólo tenía a Isabel, ¿le habrían llamado a ella? No lo sé, de todos modos no pensaba en averiguarlo. Si hablaba las cosas serían todavía peor, si me quedaba callado se cansarían y me dejarían en paz. Estaba equivocado.

Sentí un fuerte estirón en mi oreja izquierda y un ardor me recorrió todo el cráneo. Me zumbaron los oídos y un chorro de sangre caliente y salada me empapó la cara hasta los labios.

- Habla estúpido, o te corto la otra.

¿Por qué me hacían eso? Nunca lo entendí ¿Por qué tanto odio contra alguien que ni conocían? Que nunca les hizo nada. De sobra conocía los resultados que venía dejando la guerra entre los narcos de la ciudad; cadáveres sin cabezas abandonados en las avenidas como perros atropellados, colgados en los puentes peatonales, calcinados dentro de sus coches, baleados de metralla por todos lados, hasta cuerpos que claramente fueron pasados por ácido como medida de tortura, pero eso era algo entre ellos ¿Yo que tenía que ver en todo eso? Aún si lo que querían era conseguir dinero, ¿por qué el ensañamiento?

No lo sé, de todos modos yo estaba sumergido en el dolor y no dije nada, Ni siquiera protesté, me quedé callado y encogido en el suelo, pero era tanto mi miedo que sentía como los temblores de mi cuerpo retumbaban en el piso y desesperadamente trataba de calmarme para no hacerlos enojar más. Entonces hice lo que todas las veces que no soportaba el miedo durante la noche, me refugié en el recuerdo de la noche anterior a mi captura, la noche que sin saberlo, sería la última de alegrías y risotadas sin sentido en compañía de mis amigos, la última noche que pude hablar aunque fuera tan sólo por unos minutos con Isabel.

Habíamos salido a celebrar mi despedida de soltero. Fuimos al bar donde nos reuníamos siempre; a jugar billar, a tomar cerveza y desafinar con el karaoke, pero sobre todo a platicar; del trabajo, de la familia, de política, qué se yo.

Esa noche por supuesto yo fui el blanco de todas las burlas y las bromas que habitualmente se distribuían más democráticamente. Sergio sacó un mandil de la cocina y me lo puso por la fuerza. “Para que te vayas acostumbrando”, reían. Miguel, con sus 120 kilos de peso y su metro ochenta de estatura, salió del baño envuelto en papel sanitario, según él, vestido de novia. Me persiguió por todo el bar con la falsa intención de darme un beso mientras que con una ridícula voz femenina mascullaba toda clase de insultos; ¡Desvergonzado, cumple con tus obligaciones! ¡A mí no me dejas vestida y alborotada! El resto trataba de obstruirme el paso pero con suerte logré esquivarlo.

Más tarde Carlos sacó la guitarra y como siempre cantamos como gatos desafinados. Fuimos el peor mariachi de la historia, pero nos reímos mucho.

Ya muy entrada la noche, la conversación se volvió más seria. Con veinticuatro cumplidos, yo era el primer valiente del grupo a punto de casarme.

- ¿Pero tú estás seguro de la pendejada que vas a hacer? -me dijo Miguel dándome una fuerte palmada en la espalda. – Mira que a lo mejor Isabel ya no te va a dejar salir con nosotros.

- No me jodas Miguel, si ya la conoces. O pero, ella ya los conoce a ustedes y creo que hasta los quiere un poco.

 - Ya, eso te dice, eso dicen todas -replicó poniendo cara de enfado.

- A ver si cierras ese hocico de una vez -le gritó Javier desde la barra.

Después de dos años de noviazgo, me había costado más de una discusión agria con Javier para convencerle de que no hiciera tanto escándalo y me dejara salir con su hermanita consentida. Así que el gesto de regañar a Miguel, aún en plan de broma, me causó un placer especial.  Al final hasta se ofreció a llevarme porque yo no traía coche y no estaban las cosas como para tomar un taxi.

Las calles a esa hora de la madrugaba ya estaban desiertas. No siempre fue así. Recuerdo que hace apenas unos años, el Barrio Antiguo siempre estaba a reventar los fines de semana que por cierto solían empezar desde el jueves. Los bares permanecían abiertos muchas horas después de lo permitido por el horario oficial y los líos con la policía y las notas más escandalosas de los periódicos se debían a pleitos entre los dueños de los bares y las autoridades, multas y clausuras de negocios por permitir la entrada a menores de edad. Los retenes policiacos servían únicamente para decomisar coches de conductores alcoholizados.

Monterrey vivía hasta entones como en una edad de la inocencia perpetua, lejos de la ciudad de México donde los asaltos, los secuestros y los asesinatos eran el pan de cada día de los noticieros y veíamos de lejos y con recelo a la capital del país como la meca de todos los males y todas las degradaciones de este país.

Pero todo fue cambiando poco a poco, casi sin darnos cuenta nos fuimos acostumbrando al nuevo escenario de balaceras y  narcos, zetas y “gente del Golfo”, grupos y organizaciones de las que ahora todo el mundo hablaba aunque no supieran realmente nada.

Mis amigos y yo habíamos optado por salir menos y cuando lo hacíamos íbamos a un bar que nos quedaba más o menos cerca a todos. Generalmente nos íbamos más temprano, pero como era mi despedida, la plática se alargó y se nos hizo tarde.

Javier iba manejando un poco nervioso, pero a mí el alcohol y la falta de costumbre me estaban adormeciendo. Se me caían los ojos de cansancio cuando sonó mi celular. Era Isabel, estaba un poco molesta por la hora pero cuando supo que iba con su hermano se apaciguó un poco.

- Sí Chavela -le dije con fastidio simulado, llamándola por el apodo que no le gusta para molestarla un poco.  - Voy directo a la casa. Voy con este mastodonte ¿Qué me va a pasar? Se me hace que Miguel tiene razón -reí.

- ¿De qué hablas? -me preguntó sin entender la broma.

Iba a tratar de explicársela cuando sentimos que un coche nos golpeaba por atrás mientras una camioneta nos cerraba el paso por el costado derecho.  

Javier frenó de golpe y todavía estábamos aturdidos cuando nos rodearon varios tipos armados con rifles y las caras cubiertas. En medio de la conmoción no supe ni cómo responder, sin darnos tiempo nos sacaron a empujones. Me dieron un golpe en el estómago y otro en el rostro. Me ataron las manos, cubrieron mi cabeza y me subieron a una camioneta.

 - ¡Ricardo! ¡¿Qué pasó?! ¿Chocaron? ¡Ricardo, contesta! –fueron las últimas palabras que le escuché.

– ¡Isabel! -le grité con todas mis fuerzas pero creo que nadie me escuchó.

Una punzada en la espalda me sacó de mi destierro mental.

- Habla pendejo. - ¿A quién tenemos que llamar? ¿Me estás escuchando hijo de puta? ¡Te va a cargar tu chingada madre! ¿Qué esperas pinche marica? ¡Habla o te trueno!

Sentí el metal frío de un arma en la nuca y  luego me patearon en la espalda. Mi pecho inflamado recibió los golpes como tamborazos que resonaron por todo mi cuerpo. Ya ni los sentía pero pude escuchar como mis costillas crujían al romperse.

En el último intento de supervivencia, traté de hablar pero de mi garganta apenas y salió un chillido opaco. Tenía la boca convertida en una masa sanguinolenta e inútil. Por instinto me pasé la lengua por los labios y los dientes rotos y fue entonces que empecé a vomitar sangre.

Me quitaron la funda de la cabeza pero la luz  me deslumbró como un rayo y sólo pude ver bultos y sombras.

Una vez más intenté gritar pero mi voz no se escuchó, en su lugar, un calor húmedo me brotó por la ingle anegando mis pantalones. Tirado boca abajo contra el piso, un espasmo me hizo estremecerme segundos antes de que un rugido indescriptible me ensordeciera para siempre.

Ya no respondí a sus ataques pero no les importó, continuaron golpeando mi cuerpo insensible a las patadas y a los cachazos de fusiles. Así siguieron hasta que se cansaron. Con total indiferencia se fueron tranquilizando sentándose en suelo como si acabaran de terminar un partido de futbol.

Ahora que por fin puedo verlos desde esta esquina, en esta habitación llena de luz y de silencio, ya no siento nada por ellos. No siento nada por mí. No es que eche de menos el coraje, mucho menos el miedo, pero todo es muy extraño. Simplemente no siento nada. Una paz absoluta me adormece como si me abrazaran con una frazada suave y gruesa. Dentro de ella ya nada importa, el tiempo ha perdido su esencia porque mi espera ha terminado por fin.

Los observo tranquilo, ya nada pueden hacerme. La noche se ha ido y las sombras y las amenazas quedaron reducidas a pesadillas lejanas, como siempre, como tenía que ser. Vuelvo a sonreír. Desaparezco.




Nota importante: Todas las fotos que aparecen en esta entrada son propiedad intelectual de Eduardo Jiménez Román y pertencen a la serie "Ojos del Tiempo" la cual fue premiada en Guadalajara este mismo año.

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