sábado, 27 de marzo de 2010

Al Amanecer



Sentado en el borde de la cama frente al balcón abierto de la habitación en penumbras, contemplaba al mar embravecido que seis pisos abajo se enzarzaba contra la tormenta en batalla campal martirizando la playa con truenos y fulgores intermitentes desde hacía ya demasiado tiempo. Las olas rompían con furia en la arena y los rugidos entremezclados eliminaban cualquier posibilidad de sosiego y paz. ¿A que hora terminarían?


Cubrió su rostro con ambas manos y cerrando los ojos apretó los dientes intentando que la noche desapareciera de cuajo llevándose con ella el suplicio que martillaba su cabeza. Seguramente el amanecer le traería la calma y aunque ésta fuese pasajera eso no importaba. “¡Ya cállense!”, gritó al vacío pero su voz se confundió con la furia del viento que arrebataba las hojas de las palmeras.

Respiró hondo y miró hacia un lado reconociendo su reflejo en el cristal de la puerta. Aun sentado, su cuerpo de un metro noventa resultaba imponente. Llevaba el torso desnudo y las caderas cubiertas por un breve bañador dejando al descubierto unas piernas ejercitadas en exceso al igual que los enormes músculos del pecho y los brazos que se hacían más notorios con cada estremecimiento del cielo. La cabeza afeitada y la frente amplia resaltaban un par de ojos grises que ahora le devolvían una mirada suplicante.

En cualquier otra ocasión hubiese sonreído con vanidad descara pero no era el caso. La contorsión de su rostro ponía de manifiesto la angustia enajenada que lo abatía al grado de hacerle sentir miserable.

Sin embargo, su atlética figura le había servido bien en la mañana, cuando caminando por la playa al lado de un mar en perfecta calma, encontró a un grupo de mujeres que demasiado alegres para la hora, usaban al incipiente sol de pretexto para desnudarse y recostarse a sus anchas sobre la fina arena blanca que aún se sentía fría.

Ahora la única mujer visible languidecía a su lado, igual de desnuda pero con el rostro semioculto por la almohada y la larga cabellera que rozaba sus caderas bronceadas e indiferentes. Al mirarla, la cubrió con la sábana y la dejó descansar.

Estiró el cuello levantando la barbilla para refrescarse con las gotas de agua que empujadas por el aire llegaban hasta el interior de la habitación y las imaginó en su rostro como miles de hormigas huyendo en busca de refugio. No se sintió mejor. Se levantó caminando hasta el barandal del balcón y volvió a gritar, esta vez incluso con más fuerza que la anterior pero con el mismo resultado: - ¡Malditas!

Regresó empampado y se quedó inmóvil para observarla detenidamente en un breve remanso de paz.

A pesar de estar cubierta, pudo recrear en su mente el rostro ovalado y terso, los largos y azules ojos tristes como lagos diáfanos que contrarrestaban con la pequeñez de su nariz y los insolentes labios pintados de carmín subido que horas antes entreabriera sin disimulo al ritmo de la música y de las contorsiones de su cuerpo delgado y frágil ataviado con jeans deslavados y ajustados y una blusa negra adherida con celo a un par de senos redondos y bien formados.



Había llegado a Cancún en busca de nuevos placeres que además lo alejaran por un tiempo de la ciudad en donde sus andanzas se estaban volviendo cada vez más notorias y riesgosas.

La temporada no podía ser mejor, en pleno abril la isla estaba atestada de jóvenes que arribaban de todas partes con la única idea de divertirse con desenfreno durante las cortas vacaciones de primavera. Entre ellos podría mezclarse con facilidad sin temor a ser reconocido.

Supuso que además el clima le ayudaría a sentirse mejor y que el sol del caribe le disminuiría sus intensos y cada vez más frecuentes achaques. Sin embargo éstos no cedieron después de seis días de infructuosos intentos por concretar alguna conquista nueva.

Comenzaba a sentirse aburrido y solo mientras caminaba esa mañana por la playa, cuando a lo lejos distinguió al grupo. Se acercó despacio y las observó con cuidado. Al ver entre todas a una trigueña delgada con una inmensa cabellera rojiza le gustó de inmediato. Con dificultar rebasaba los 20 años, pero tenía el cuerpo bien formado a pesar de que la sonrisa lozana que le devolvía denunciaba su corta edad.

Al notarlo, rieron colocándose el bikini con pena y rapidez. Caminó indiferente hasta situarse entre el mar y las sombrillas donde se refugiaron para observarlo y susurrar entre ellas. De su mochila sacó una toalla y un libro demasiado gordo que dejó caer en la arena. Tendió la toalla con cuidado, se recostó tomando la novela que jamás leyó y sacudiéndole la arena la abrió por la mitad. Fingiéndose absorto detrás de sus gafas de sol, se dispuso a esperar pacientemente.

Tras un buen rato, escuchó sus risas pasando muy cerca. Una de ellas le dejó un –hola- mientras se alejó sin voltear a verlo para correr en compañía de sus amigas a remojarse en la orilla del mar.

Cuando volvieron, se incorporó quitándose las gafas e ignorando al resto le devolvió el saludo a la trigueña mirándola fijamente como si no existiera nadie más a su alrededor. Ella se detuvo mientras las demás continuaron el camino de regreso a las sombrillas.

- ¿Cómo te llamas? –le preguntó invitándola a sentarse con un ademán.

Ella le contestó con su nombre mientras se acomodaba a un lado, pero el lo olvidó de inmediato. – Lo mejor será llamarte de otro modo –se dijo en silencio sin dejar de sonreírle.

- ¿Qué lees? – preguntó mirando el libro.

- Es la historia de un príncipe traicionado por su amada. -le contestó con falsa solemnidad.

- Dime la verdad, protestó divertida.

- Es verdad, lo juro. Es más, justo leía como el dolido príncipe evocaba la figura de su amada cuando de pronto apareciste tú y me dije: ¡No puede ser! ¡Debo estar alucinando! ¡Pero si es exactamente igual a la princesa!

- Eres un mentiroso, le espetó riendo a carcajadas.

- Bueno, bueno, no es verdad, pero de ser cierto, tampoco me hubieras creído, ¿cierto?

- Quizás.

- Quizás -repitió.

Se quedaron así un buen rato, platicando de naderías hasta pasado el mediodía y aunque no le molestaba más el sol que la plática infantil de la trigueña, continuó mostrando interés mientras pensaba en la forma de terminar con el parloteo y pasar de una buena vez a la siguiente etapa.

La trigueña volteó por fin a ver al grupo de amigas que no paraban de mirarla y hacerle burla. Se puso de pie y le dijo:

- ¿Por qué no vienes un rato con nosotras? –señalando a sus amigas.

- ¿Qué tal si mejor nos vemos más tarde? –contestó volteando a ver su reloj. - ¿Van de fiesta esta noche?

- ¿Y que otra cosa? – contestó ella sonriendo.

- ¿Qué te parece si me dices adónde van y nos vemos ahí en la noche, princesa?

Seguramente se quedaría sonriendo mucho rato después de que se marchó y le dejó un leve beso en la mejilla.

Llegó al lugar acordado con dos horas de retraso. La buscó con cautela entre la multitud que se arremolinaba junto a la barra en donde además de despacharse bebidas a velocidad extrema, un grupo de bailarines con uniforme de meseros se contoneaba unánime entre acordes de música estridente y juegos de luces láser multicolores.

La alcanzó a ver en una esquina junto a su grupo de amigas pero no fue hacia ella. En lugar de eso, se abrió paso entre la gente de la barra, pidió una cerveza y se quedó observándolas un rato más hasta que comprobó que la botella de vodka que tenían sobre la mesa lucía casi vacía y determinó que era el momento de abordarla.

Se aproximó con una botella de Absolut en la mano seguido de un mesero que hacía malabares entre la gente para no terminar derribado con todo y la bandeja que llevaba por todo lo alto repleta de vasos y una jarra con hielo.

- Creo que necesitamos más de esto -le dijo al verla sorprendida mientras la besaba en ambas mejillas.

El grupo celebró con aullidos y gritos de júbilo el arribo de las nuevas provisiones y la trigueña cambió su cara de sorpresa por una sonrisa.

Bailaron gran parte de la noche en la misma esquina hasta que la tercer botella estaba por vaciarse y entonces la alejó un poco del grupo.

- ¿Qué te parece si nos escapamos de aquí tu y yo solos?

- Si quisiera - contestó - Pero ¿y mis amigas? Se supone que andamos en grupo para cuidarnos - agregó con voz pastosa.

- Yo me sé muchos trucos -le susurró al oído tomándola por ambas manos.

Sin soltarla, la fue alejando despacio fingiendo que seguían bailando hasta que logró la distancia suficiente para escabullirse por una de las salidas sin que los notaran.



- ¿A dónde vamos? -le preguntó demasiado pasada de copas como para ofrecer resistencia.

- A un lugar seguro y tranquilo -le aseguró mientras le ayudaba a subirse al auto.

Con los primeros rayos del sol y la tormenta en franca retirada se empezó a sentir mejor a pesar de la modorra provocada por haber pasado la noche en vela.

Fue al cuarto de baño y se lavó la cara y las manos profusamente. Mientras se secaba se observó al espejo y al darse cuenta que las molestias habían desaparecido por completo, sonrió a su reflejo.

Regresó al dormitorio, cerró las puertas corredizas de cristal del balcón y de camino a la cama recogió la ropa esparcida por el suelo. Se sentó para calzarse las sandalias y se puso la camiseta despacio. Volteó a ver a la trigueña por última vez. Removió las sábanas y al descubrirla notó el charco que continuaba creciendo con la sangre que emanaba desde el profundo orificio que en la espalda baja, la hoja insertada no podía contener.

Vaciló un momento mirándola dudoso. Finalmente se decidió y desencajó el arma con cuidado de no mancharse la camisa. Mientras atravesaba la puerta suspiró aliviado, las voces habían callado por fin. Al menos, por ese día.


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